
Debo decir que he estado allí: intentando destejer en el discurso del consultante el camino de regreso al origen del trauma.
Cual Teseo, a través del hilo de Ariadna, nos disponemos a destejer la trama sintomática. Siempre con la esperanza de encontrar la hebra que nos conducirá al origen del malestar. Darnos de cara con el mismísimo Minotauro, ese monstruo que no es más que el miedo tan temido.
En el mejor de los casos, si se llega, amargamente el Minotauro cambiará de rostro, construyendo otro laberinto. Y es que hablar del Minotauro, el trauma en su origen, es como soplar al viento. Hablar de lo mítico no disuelve el mito, sino que lo engrandece, lo define, le insufla aún mayor entidad.
Llegará un punto en el que uno se volverá a fuerza de luchar con Minotauros en un avezado «minotaurólogo», comprendiéndolo todo acerca del monstruo, sí. Pero él seguirá allí , mirándonos burlón tras la mirada de angustia de quien busca una respuesta a su sufrimiento. Una explicación. Un alivio. Sigue allí intentado limitarlos en su propia casa convertida en laberinto.
¿Para qué nos sirve entender los mecanismos del sufrimiento si no cesa el sufrimiento? Es como entender los mecanismos de la coagulación de la sangre en plena hemorragia. Destejer no nos trae alivio. Destejer alimenta la mente, distrayéndonos de la verdadera transformación. La rumia no nos invita a la acción, nos ancla aún más en el pasado.
Nos volvemos adictos al sufrimiento solo a través del exceso de mente, quedándonos atrapados en la trama lineal de las palabras, en la definición literaria de nuestros pensamientos y emociones. Sabemos que el único antídoto para la mente es el presente. El trauma es pasado y la trama dramática lo invita a vivir en el presente todo el tiempo, a habitarnos en un falso presente que no es más que pasado proyectado.
Hablar del trauma es vivir inmovilizados por la trampa de la trama, porque solo el presente contiene la acción. Solo en el presente podemos actuar para transformarnos. No hay transformación sin acción. No hay sinergia en la inercia.
Quizá el mayor minotauro seamos nosotros mismos eligiendo no tener salida en nuestro propio laberinto.

